El viaje del alma

El alma no tiene raza, no tiene religión, solo conoce el Amor y la Compasión.
Todos somos seres divinos, hace miles de años que lo sabemos, pero nos hemos olvidado y,
para volver a casa tenemos que recordar el camino. BRIAN WEISS




domingo, 21 de agosto de 2011

La realidad puede ser otra

            Amigo, amiga que hoy, no por casualidad, estás leyendo esto. Hoy necesito explicarte una realidad concreta, como tantas. Pero que hoy, a mi me ha interpelado como ser humano, como instrumento de Dios en este mundo.
Esta mañana he vivido la realidad de una persona que aprecio y respeto porque, como yo, es un ser humano, a pesar de las diferencias culturales que nos separan. Que más me da como ve el mundo esta mujer, a quien vota o si me cuesta entender sus palabras. Es un ser humano, que como tú y como yo, pisa esta tierra, respira, camina, habla, ama.
Lamentablemente sufrió un percance y le entró un líquido corrosivo en el ojo por lo que tuve que acompañarla al hospital. Un hospital deprimente, decadente y caótico. Una vez entramos yo pretendía que la atendieran de manera inmediata, ya que era una emergencia. Pero no, allí de pie, con la mano en su ojo ardiente tuvimos que hacer cola y cuando nos toco el turno nos comunicaron que no había cupos para oftalmología. ¿Cómo? No es posible. -Es una emergencia. -Exclamé.  Entonces nos derivaron a un pasillo con unas puertas maltrechas donde se anunciaban diferentes especialidades. Me vi llamando a la puerta, sin poder esperar a que está se abriese en ¿Cuánto? ¿Un minuto, diez, una hora, dos? La doctora, al decirle que había ocurrido, dictó a la enfermera un remedio para limpiar el ojo. Pero no, tampoco iba a ser rápido. Yo, tenía que cancelar primero. Es decir hacer otra cola en la ventanilla de caja para pagar la jeringa y el líquido que iban a necesitar. Sorprendida, aunque ya lo sabía pero no lo había vivido, sugerí que fueran tratándola mientras yo, como no, iba a pagar lo que fuera. Pero no, primero había que cancelar. Así que ella tuvo que esperar para enjugar sus lágrimas de dolor y de miedo hasta que yo regresé. Felizmente no hubo que lamentar males mayores pero mientras la acompañaba a su casa yo iba reviviendo lo visto en aquel lugar donde nadie va por gusto, sino porque necesita y, a veces urgentemente, que le atiendan, le alivien su dolor y también atenúen sus miedos.
Pero todavía me quedaba más por ver. Tomamos un taxi para no tardar mucho en bus y porque estos, según me dijo ella, la dejaba un poco lejos de su casa. Pero ni con el taxi nos ahorramos caminar y caminar, pues el conductor no quiso subirnos al cerro donde ella vive. Si ni ellos mismos quieren llegar ahí. ¿Qué será?  Así pues con el ojo vendado y con el susto aún en su cuerpo tuvimos que empezar a caminar bajo un sol de justicia, montaña arriba. Y cada vez más arriba mientras ella me contaba la dificultad que representa adquirir un trocito de tierra para poder hacerse un techo para vivir. Yo, callada, casi no tenía pensamientos, apenas  iba observando la belleza del paisaje de estos Andes: el cielo, el verde, las majestuosas montañas, y  viendo lo generosa que es la tierra y sintiendo como el Amor de Dios se refleja en la naturaleza.
Pero el cansancio me volvía a la realidad por un instante y no podía creer que aún siguiéramos subiendo. Ya quedaba lejos el lugar donde paró el coche y donde terminan su trayecto los destartalados buses. Entonces,  de repente,  me encuentro con un conjunto monumental de torres de electricidad, antenas telefónicas y no sé cuantas y cuantas antenas. Al pie de ellas unas casitas, más bien unas chozas, de apenas 20 metros cuadrados donde, me cuenta, viven algunas familias a las que el estado les paga para que vigilen. Y a partir de ahí, tierra, viento, frio, soledad y una ciudad abajo repleta de gentes, muchas de la cuales, me temo que, jamás, seguro, han llegado tan alto.
Después de observar atentamente todo lo que se me estaba revelando, con tanto contraste, apenas vemos tres o cuatro casas más y ella señala: - Allá vivo yo. Llegamos y me cuenta que poco a poco la acabarán de construir con sus manos, ella y su marido.  Y observo que en lugar de ventanas hay  plásticos azules y que no  hay escaleras. Y que para bajar a la puerta de la cocina hay que, literalmente, descender  por un barranco. Y saluda al vecino, que “colgado” en el mismo barranco, trata de allanar la tierra con sus manos y la ayuda de dos rudimentarias herramientas. Un resbalón y uno cae y desaparece de repente para siempre entre los valles. Mis sensaciones sobrevienen una detrás de otra y sólo algún pensamiento se cuela ante tanta sorpresa. Muy amablemente me invita a entrar. Allá en un espacio pequeño  y oscuro me ofrece agua. Estamos en la cocina. Y ella no para de justificarse que está por terminar pero que poco a poco, como sintiéndose mal por el hecho de vivir ahí. Y yo, exhausta de andar y absolutamente atónita, por unos momentos me siento también mal. Porque puedo sentir lo que ella está sintiendo y porque yo me siento una privilegiada. Soy una privilegiada. Pero en absoluto más que ella. ¿Entonces?  
Ella cría a sus hijos, lleva su casa, estudia, trabaja……… como muchas mujeres.
Y sufre, siente, padece, ama, cae y se levanta como tú y como yo, como todos los seres humanos.
Entonces ¿dónde está la diferencia, podemos preguntarnos? E incluso podríamos afirmar que ella posiblemente así es feliz.  Sí, posiblemente. Pero si tanto lo fuera no desearía otra realidad para sus hijos. Y ahí entiendo la diferencia. Todo lo que  ella hace, como tu y como yo, no es para  vivir mejor, no. Es, para SOBRE-vivir. No para cambiar la ventana por otra que cierre mejor, sino para poder una, la que sea y poder quitar el plástico. No para ir al restaurante un día sino para poder comer cada día. No para tener un coche, sino  para que al menos le alcance para coger ese bus. No para hacerse una liposucción pero si para poder cancelar para que la atiendan en el hospital si un día ella o sus hijos tienen una emergencia.  Y así todo. Por tanto. . . me pregunto, ¿Qué puedo hacer yo?, ¿Qué debo hacer yo? 
De repente, me doy cuenta que tengo que marcharme. Y empiezo a andar. Y empiezo a bajar por el cerro, con los cerdos y las gallinas saliendo a mi paso y contemplando nuevamente la belleza del paisaje, tanta, que siento como si estuviera contemplando  el mundo entero. Lo puedo sentir entre mis manos. Mío. Tuyo. De todos.  Voy bajando apenas murmurando para mis adentros. No me queda casi ni murmullo. Qué pequeña me siento ante la inmensidad que veo, y que pequeña también ante la realidad del mundo, y más aún, de mi misma.
Ha sido un día inesperado. Y de aprendizaje, que sin duda aún estoy vislumbrando. Si Dios me muestra quien soy y donde estoy  en el mundo, creo que es para que tome consciencia de que no llegué allá por casualidad o para pasar una mañana diferente y poder contarlo aquí. Hay algo más, mucho más grande, detrás de cada realidad que vemos. Es la capacidad de observarlo con los ojos del Amor y sentir en carne propia el latir del corazón del otro, su sentir, su humanidad. Sentir al otro es el primer paso para comprender y caminar a su lado. Respetando sus costumbres, su cultura, su ser y tenderle esa mano que necesita. Pero me sigo preguntando que a partir de ahí,  ¿Qué puedo hacer? ¿Por dónde empezar? ¿Quién soy yo para decidir que ella necesita lo mismo que yo tengo?
 Ante esa pregunta me digo que somos muchos los que alguna vez, o más, nos hemos encontrado en esa tesitura y nos hemos sentido de mil formas distintas. Impotentes, incapaces, egoístas, pobres,… Pero lo que si tengo claro es que yo no estuve ahí para bendecir mi suerte, girarme y marchar.
Y que tú, que estás leyendo estas palabras, tampoco estás aquí para bendecir la tuya, girarte y marchar.
Atiende pues, tú que puedes, y no pongas más excusas. No retrases lo que has venido a hacer en este mundo. Tu mano alcanza más allá de lo que puedas imaginar. Siempre, siempre, hay alguien que te necesita. Cerca, lejos, antes o después.
Aquí, allí, cerca, lejos. Dónde sea, ofrece, comparte algo de lo que tienes sin pensar en lo que te representa. Seguramente, si estás leyendo esto tienes algo más que esa persona. Puedes conectarte con un mundo global, virtual, en el que una simple lectura  puede cambiar tu vida, puede cambiar su vida.
Por si eso ocurre, te invito a conocer a nuestra Fundación, Fundación Elial, que con el Espíritu de Gratitud y Amor por todo lo que hemos recibido, decidimos un día darle voz a los más pobres, a los que nos necesitan y que, como tú y como yo, lloran, ríen, se caen, se levantan, aman. Aquellos en los que Dios tiene puesta su mirada.
Es dando que se recibe. No lo dudes. Da, comparte lo poco o mucho que tienes y tus riquezas serán innombrables. Ellos confían en Dios. Y tú eres instrumento del Dios Bondadoso y Eterno que mora en tu ser.
Gracias, que Dios te bendiga.
Entrada publicada por Elisenda Julve.

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